2. TIEMPO DE ILUSIONES Y PROYECTOS (1.621-1.627).

Regeneración en el interior de la Monarquía española y reputación en el exterior: estas dos ideas constituyeron el elemento central del programa del nuevo gobierno, dominado sin discusión por las figuras majestuosas de Olivares y Zúñiga tras la subida al trono de Felipe IV. Su obsesión consistió en romper radicalmente con la imagen de los tiempos del duque de Lerma, siendo las medidas que intentaron adoptar el resultado de veinte años de introspección nacional y de análisis de los males que arrastraban a España en una perceptible declinación y de los posibles remedios que hicieran concebible su restauración al reinado idealizado de los Reyes Católicos o Felipe II.

Una de sus primeras decisiones tendentes a provocar la regeneración interna de la Monarquía consistió en el restablecimiento de un organismo especial, llamado Junta de Reformación, cuya misión sería velar por las buenas costumbres y elevar la moral pública. Como resultó poco efectivo, se resolvió que era necesaria la creación de otro organismo que reflejara de forma indubitada el compromiso del nuevo gobierno con la causa de la reforma y que constituyera el eje de la misma. Así, en agosto de 1.622 se creó la Junta Grande de Reformación, entre cuyos miembros figuraban, además de otros, Olivares, su confesor —Hernando de Salazar—, el confesor del rey —fray Antonio de Sotomayor—, el nuevo Inquisidor General —Andrés Pacheco— o los presidentes de todos los Consejos. El fruto de su trabajo se plasmó en un conjunto de 23 Artículos de Reformación, publicados el 10 de febrero de 1.623 y con fuerza de ley, que contenían una estricta legislación suntuaria que limitaba los excesos y el lujo reinante en el vestir; una serie de medidas destinadas a incrementar la población y el número de matrimonios; la orden de reducir los cargos municipales en dos tercios; la prohibición de importar un gran número de productos manufacturados extranjeros, favoreciendo las medidas proteccionistas; la clausura de los burdeles; o la prohibición de las denuncias anónimas a aquellas personas que presuntamente no reunieran los requisitos de limpieza de sangre (cristianos nuevos), para impedir el acoso innecesario y malévolo. A esto había que añadir otra interesante medida regeneradora de la moral pública, adoptada el 14 de enero de 1.622 mediante decreto, que consistió en ordenar, a todos aquellos que hubieran ostentado un cargo público desde 1.592 o lo ostentaran en adelante, la presentación de una declaración jurada de todos sus bienes ante una Junta de Inventarios constituida al efecto para, de este modo, evitar que determinados funcionarios corruptos se enriquecieran a costa del Estado.

Los dos puntos que constituyeron la clave del programa regenerador de Olivares fueron de carácter financiero y fiscal: la creación de un gran sistema bancario nacional mediante la fundación de erarios y montes de piedad, y la abolición de un impuesto sobre el consumo de bienes de primera necesidad que aprobaban periódicamente las Cortes castellanas, conocido como los millones. Su objetivo último, realmente ambicioso: promover la prosperidad "poniendo el hombro en reducir los españoles a mercaderes".

La creación de una gran cadena de bancos de depósito no era una idea nueva. En la Italia del siglo XVI ya estaban perfectamente arraigados; en España, el flamenco Peter van Oudegherste había propuesto la idea a Felipe II, y fue estudiada también en distintas ocasiones durante el reinado de Felipe III. Ahora que se había producido un nuevo cambio de régimen era el momento oportuno para poner nuevamente encima de la mesa el proyecto. La Junta Grande de Reformación lo estudió y llegó a la conclusión de que eran múltiples las ventajas que se derivaban de la creación de un sistema de erarios: los bancos darían rentas amortizables al 5% y prestarían dinero a un interés del 7% (frenando así la usura y facilitando el desarrollo agrícola e industrial al permitir tomar créditos para aumentar la producción a bajo interés), frenaría la salida de oro y plata de España y reduciría la necesidad de tener que contratar asientos con banqueros extranjeros que prestaran a corto plazo el capital imprescindible para los gastos inmediatos —los de guerra—, ayudaría a simplificar el sistema de recaudación de impuestos posibilitando el pago más puntual de estos y, finalmente, permitiría "consumir" la moneda de vellón sobrante de la circulación monetaria.

Respecto a los millones, la Junta consideró que era necesaria su sustitución por otro modelo tributario que implicara un menor grado de injusticia social. Como las cantidades obtenidas a través de los millones normalmente se empleaban en sufragar gastos de la defensa nacional, se propuso su eliminación a cambio de que las 15.000 localidades de Castilla contribuyeran, según el grado de riqueza de cada una, al mantenimiento de un ejército de 30.000 hombres. De este modo, además de conseguir una garantía de regularidad o estabilidad en las pagas, se simplificarían drásticamente los gastos de recaudación de impuestos, al ser cada localidad responsable de reunir la parte proporcional que la correspondiese y de depositarla en el erario más cercano.

A pesar de las buenas intenciones del nuevo gobierno y de los constantes intentos de reforma tanto en el ámbito del comportamiento o actitud de los españoles como en las cuestiones económico-financieras, las medidas adoptadas en estos primeros años constituyeron un fracaso. En una sociedad como la castellana de principios del siglo XVII, en la que tan importante como la riqueza era la apariencia de la misma, resultaba imposible que el decreto de enero de 1.622 fuera aplicado, pues la nobleza —principalmente— consideraba inaceptable realizar inventarios públicos de sus propiedades que propiciaran la envidia general de su abundancia o, más importante, la mofa de sus deudas. Las nuevas leyes suntuarias fueron revocadas al cabo de pocos meses y los deseos de austeridad y ahorro no pudieron cumplirse ante la visita a Madrid en 1.623 del príncipe de Gales, en cuyo honor se realizaron costosos festejos y espectáculos. Tampoco el proyecto de reducir en dos tercios los cargos municipales de Castilla encontró el camino expedito al chocar frontalmente con las oligarquías urbanas, que veían amenazado su ámbito de poder e influencia. Por otro lado, las Cortes castellanas no se mostraron partidarias de la reforma fiscal propuesta por el gobierno. Si bien consideraban los millones como un impuesto injusto y gravoso, su eliminación podía perjudicar gravemente los intereses del patriciado urbano. Éste era, sobre todo, una clase social de rentistas que invertía gran parte de su capital en deuda pública —juros— o privada —censos—. Como precisamente algunos de esos juros, es decir, bonos emitidos por la hacienda pública que devengaban intereses fijos, estaban garantizados por los millones, su supresión eliminaba la seguridad en sus ingresos por ese concepto. Además, la concesión periódica de los millones a la Corona por parte de las ciudades de Castilla, a través de las Cortes, ponía en mano de los procuradores un poderoso instrumento de negociación, una importante baza con la que jugar; quizá la última, debido a que el auge del absolutismo hacía de las Cortes una institución cada vez más incongruente, existiendo el temor de que desaparecerían si así lo hacían los millones. Finalmente, las Cortes también se opusieron a la creación del nuevo sistema de erarios. Éste requería para comenzar a funcionar una contribución forzosa del 5% de los bienes de un patriciado urbano que invertía su patrimonio en tierras, deuda o metales preciosos. La idea del gobierno era conseguir con ello la movilización de la plata para que pudiera ser utilizada en inversiones productivas, mas esto exigía indudablemente un grado de confianza en el Estado que en ese momento no existía, por lo que el escepticismo o el temor a perder su dinero hizo que aquél reivindicara como condición para la creación de los erarios que se financiaran con los recursos propios de la Corona, demanda que ocasionó el fracaso en el intento de crear un sistema bancario nacional. En definitiva, los planes reformistas castellanos de Olivares chocaron con un conjunto de intereses creados que impidieron su realización. Sólo introduciendo cambios lentamente sería posible virar la situación de la Monarquía hacia un rumbo de desarrollo y progreso. Pero la paciencia no era una de las virtudes del nuevo gobierno.

El 7 de octubre de 1.622 murió Baltasar de Zúñiga. Aunque Olivares se negó en ese momento a tomar formalmente las riendas del poder, creándose un pequeño consejo privado —formado por el marqués de Montesclaros, don Agustín de Mexía y don Fernando Girón—, que durante tres años ocupó de forma colectiva los cargos desempeñados por Zúñiga, nadie dudaba de quién era el hombre fuerte del gobierno. El embajador británico, sir Walter Aston, escribía en diciembre: "Olivares es tan absoluto con este rey como lo era Lerma con su padre".

El hombre que dirigió los destinos de España durante algo más de veinte años nació el 6 de enero de 1.587 en Roma, lugar donde su padre, Enrique de Guzmán (segundo conde de Olivares), ejercía el cargo de embajador español ante el Papa. Un año después del regreso de la familia a España, cuando Gaspar contaba catorce años de edad, fue enviado a la Universidad de Salamanca, donde se le educó y preparó para, con el tiempo, seguir la carrera eclesiástica. La muerte de su hermano mayor en 1.604, empero, hizo que los planes sobre su vida futura cambiaran, al convertirse en heredero del título y del pequeño señorío sevillano de la familia, y en 1.607, tras la muerte ahora de su padre, se convirtió en tercer conde de Olivares. Poco tiempo después, contrajo matrimonio con su prima Inés Zúñiga y Velasco, que era una de las damas de honor de la reina. Los objetivos de Olivares en ese momento eran conseguir un cargo en la corte, realizar en ella una brillante carrera y, finalmente, obtener el ansiado título de Grande de España. Por ello aprovechó la oportunidad que se le presentó cuando en 1.615 fue designado como uno de los gentilhombre de la cámara del príncipe Felipe. Desde ese momento trabajó con fruición para ganarse su favor y confianza y, tras la muerte de Felipe III, se apresuró a tomar el control del gobierno junto con su tío Baltasar de Zúñiga. Poco a poco fue acumulando cargos y oficios que hicieran inexpugnable su nueva y privilegiada situación: en octubre de 1.622 fue nombrado miembro del Consejo de Estado; dos meses después obtuvo el oficio de Caballerizo Mayor de la Casa Real que, unido al de Sumiller de Corps conseguido un año antes, le proporcionaba no sólo el privilegio de vivir en el Alcázar, sino también la codiciada posibilidad de tener acceso directo a la persona del rey en cualquier momento, tanto dentro como fuera de palacio, con el grado de influencia y poder que ello conllevaba; a mediados de 1.623 accedió al cargo de Gran Canciller de las Indias... Al mismo tiempo, pese a las durísimas críticas que había realizado al sistema de patronazgo de Lerma, Olivares comprendió que únicamente podía instaurar un nuevo y duradero régimen administrativo dominado por él si iba colocando en los puestos estratégicos del mismo a un grupo de personas que le fueran fieles, ya fueran familiares, amigos o deudos. De esta forma, según se le presentó la ocasión, fue lentamente sustituyendo a la antigua y amplia red familiar de los Sandoval por un nuevo equipo de personas adeptas que se iban a convertir en protagonistas de los siguientes años del reinado: sus cuñados el conde de Monterrey, el marqués de Alcañices o el marqués del Carpio, sus primos el marqués de Camarasa o el de Leganés, su confesor fray Hernando de Salazar, el duque de Medina de las Torres (que contrajo matrimonio con María, su única hija) o nuevas figuras de la talla de José González o Jerónimo de Villanueva.

La actuación de Olivares tendente a construir una base de apoyos que le permitiera perdurar en su privilegiada situación de acceso al poder fue uno de los contados puntos en que convergió con Lerma. Por lo demás, sus intereses y motivaciones fueron opuestos, como no podía ser de otra forma comprobada su abismal diferencia en lo que a rasgos de carácter se refiere. Olivares tenía una personalidad extraordinaria, compleja y arrolladora. Inteligente y sagaz, su estado de ánimo era contradictorio, basculando entre la euforia y la depresión, la modestia y la arrogancia, el idealismo y el pragmatismo, la impetuosidad y la cautela. Con una voluntad inquebrantable, un absoluto sentido del deber y una enorme capacidad de trabajo, su vida al servicio del rey se desarrolló en incesante actividad, siempre corriendo por los pasillos con papeles en el bolsillo o el sombrero y dando continuas órdenes. Sin apenas ambiciones personales tras obtener la Grandeza de España al comienzo del reinado y el ducado de San Lúcar la Mayor en enero de 1.625, y sobrevenir la muerte de su única hija un año después, su verdadera pasión era mandar. Extravagante, religioso, neoestoico y austero, su hiperactividad acabaría quebrantando su delicada salud, padeciendo cada vez más frecuentemente insomnio, dolores de cabeza, hipocondría y gota. Este genio retórico, barroco y desordenado, colérico y dominante, estaba dispuesto a exigirse y exigir de sus colaboradores lo máximo para que triunfara su proyecto reformador que había de hacer de la Monarquía española un paradigma de grandeza.

Olivares no descuidó durante estos primeros años su labor de continuar la formación del joven rey en los temas del gobierno y administración de la Monarquía. Felipe era un hombre inteligente y aprendía rápido, pero, tal vez por su juventud, adolecía de una falta de carácter y de una inseguridad en sus posibilidades que le llevaban a solicitar constante consejo a personas de su confianza. Además, pasada la novedad de los primeros meses, su grado de dedicación al trabajo de los "papeles" fue menor de lo esperado. Por esa razón, Olivares se permitía en algunos momentos recordar sus obligaciones al joven rey, insistiéndole en la necesidad de que debía gobernar por sí mismo; quizá actuara de forma egoísta, ya que deseaba eliminar la idea de que él fuera valido de Felipe IV (es decir, un favorito personal como lo había sido Lerma) y subrayar el carácter oficial de su función de ministro.

Muy pronto el conde creyó oportuno ofrecer a Felipe una detallada instrucción secreta que contendría, además de las informaciones básicas acerca de sus reinos y de un análisis de sus problemas, un completo programa de las diferentes direcciones que habían de tomarse en el gobierno de la Monarquía. Este documento, conocido como Gran Memorial y fechado el 25 de diciembre de 1.624, tenía un carácter didáctico, informativo y educacional, pero hoy constituye un deslumbrante monumento de las ideas regeneracionistas de Olivares. En él hacía referencia al proyecto ya iniciado de reforma fiscal, a la idea de poner fin al lujo y la corrupción, a la necesidad de alentar la inversión de capital en compañías mercantiles y de cambiar la actitud —cerrada y retrógrada— respecto a los estatutos de la limpieza de sangre o al problema de la despoblación y sus posibles soluciones, favoreciendo los matrimonios, la tenencia de hijos o la venida de inmigrantes cualificados. También realizaba un repaso a los distintos órdenes sociales: el clero, del que criticaba su excesivo número, riqueza e independencia; la nobleza, de la que desconfiaba, con carácter general, de su capacidad administrativa y directiva, proyectando para subsanar la falta de gente preparada, de "cabezas", unos Estudios Reales del Colegio Imperial regido por los jesuitas; y el pueblo, al que había que alimentar y gobernar justamente. Más tarde, pasaba a analizar la administración de justicia y cada uno de los diferentes Consejos. Por último, en la parte final del Gran Memorial exponía su proyecto más controvertido: la reorganización global de la Monarquía española, que hiciera factible el progresivo paso de la división de sus partes a la unidad, confianza y cooperación entre las mismas, pues solamente así podría sobrevivir. La no unificación y distribución eficaz de los cuantiosos recursos materiales y humanos de la Monarquía haría de España un gigante con pies de barro, de forma que era necesario ensamblarla en un todo único, empezando por la propia Península Ibérica. Así lo expresaba Olivares:

"Tenga V. Majd. por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia en todo aquello que mira a dividir límites, puertos secos, el poder celebrar cortes de Castilla, Aragón y Portugal en la parte que quisiere, a poder introducir V. Majd. acá y allá ministros de las naciones promiscuamente y en aquel temperamento que fuere necesario en la autoridad y mano de los consellers, jurados, diputaciones y consejos de las mismas provincias en cuanto fueren perjudiciales para el gobierno y indecentes a la autoridad real, en que se podrían hallar medios proporcionados para ello, que si V. Majd. lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo".

La reducción a las leyes de Castilla no tenía como objetivo "castellanizar" España, sino, haciendo gala de miras más altas, elevar la autoridad del rey allí donde los fueros y costumbres la limitaran, pues sólo un poder absoluto en el interior permitiría una respuesta rápida y contundente a los problemas que amenazaran la Monarquía, ya fuera una depresión económica o un ataque de una potencia extranjera. Resultaba perfectamente natural que el reforzamiento del poder real en busca de la consolidación del control sobre sus pueblos y de una explotación más eficaz de los recursos nacionales se pretendiera realizar en base a la extensión de las leyes de Castilla, pues era allí donde la autoridad del monarca se ejercía con menos cortapisas constitucionales, aunque al mismo tiempo se comprendían las quejas de los reinos periféricos que apenas veían a su rey y que se sentían prácticamente excluidos de los cargos en el gobierno y en la casa real, por lo que Olivares consideraba que la uniformización de la Monarquía, su "hispanización", era incompatible con cualquier exclusivismo castellano e inevitablemente requería frecuentes visitas del rey a las diferentes provincias y la designación de catalanes o portugueses para puestos de importancia. Sólo el camino de la unidad, la correspondencia y la intercomunicación de intereses podían aliviar los síntomas de debilidad que amenazaban a la potencia española, pero, ¿tendría fuerzas para recorrerlo?

Si la idea regeneracionista dominó la actuación del gobierno de cara al interior de la Monarquía española, el concepto de reputación fue la luz que iluminó la senda a seguir en materia de política internacional durante estos primeros años del reinado.

El fin de la Tregua de los Doce Años en abril de 1.621 y el convencimiento existente en el seno del Consejo de Estado de que la continuación de la misma no aportaría ningún beneficio a España trajo consigo la irremediable reanudación de la guerra en los Países Bajos. El archiduque Alberto envió en junio un informe a Madrid en el que indicaba que era necesario incrementar hasta 300.000 ducados al mes el presupuesto del ejército de Flandes, pues de lo contrario su operatividad quedaría muy limitada. Alberto era consciente de las dificultades financieras por las que atravesaba la Corona española, y nada le hubiese gustado más que éstas hubieran amedrentado al nuevo gobierno hispano de tal forma que se pudieran salvar de la guerra sus queridos Países Bajos meridionales. Quizá albergó esta ilusión en sus últimos días de vida —que se apagó en julio de 1.621—, pero la decisión estaba ya tomada. Únicamente las dificultades propias del cambio de reinado y la necesidad de poner en marcha los sistemas de obtención de capital suficientes para hacer frente a la contienda costosa y sin cuartel que se preveía impidieron que el rompimiento de hostilidades fuera inmediato.

Atendiendo a las recomendaciones que le llegaron, Felipe IV remitió 900.000 ducados a Amberes y ordenó que a partir de agosto el ejército de Flandes recibiera la importante suma de 300.000 ducados mensuales, que le permitirían llevar a cabo las campañas, ofensivas o defensivas, que se proyectasen. Hacían falta fondos con urgencia y no había tiempo para analizar qué método de financiación pudiera resultar menos nocivo. La forma más sencilla y rápida de conseguir las sumas extraordinarias que imperiosamente se necesitaban era fabricar el dinero, para uso interno, mediante la acuñación masiva en cobre de monedas de vellón. Y así se hizo. No obstante, esto era desastroso para la economía nacional debido a la inestabilidad monetaria y a la perniciosa inflación que generaba. De hecho, la mala moneda expulsó a la buena y el valor real del vellón llegó a ser muy inferior al nominal en plata que representaba (en 1.622, en Madrid, el premio en plata expresado en términos de vellón fue del 18 al 20 %, y en 1.626 de más del 50 %). Otra manera menos dañina de conseguir dinero consistió en reducir mediante pragmática los tipos de interés de juros y censos. De esta forma, no sólo se ahorraba el Estado importantes cantidades en el pago de las rentas de la deuda pública, sino que favorecía el que los particulares se decidieran a realizar inversiones más productivas en la industria o el comercio que aumentaran la riqueza nacional. Finalmente, la Corona también consideró conveniente que, cuando se dieran situaciones excepcionales en las que peligraran los planes exteriores de la Monarquía —como era el caso—, se realizaran incautaciones de parte de la plata de los particulares que llegaba con la flota de Indias anualmente a Sevilla, compensando a sus legítimos propietarios con la devaluada moneda de vellón. Aunque esa plata era fundamental para las transacciones internacionales de España, tal actitud dio lugar a una pérdida constante de crédito de la Corona, minándose los deseos mercantiles que pudieran tenerse y provocando una crisis del comercio oficial español con América, al tiempo que aumentaba considerablemente el contrabando. Todo esto demuestra que las ideas de regeneración interior y reputación exterior eran en gran medida incompatibles: si España optaba por continuar las guerras en Europa, no podía llevar a cabo las medidas que sustentaran un crecimiento y bienestar económico interno. Las interesantes propuestas económicas de Olivares, resultado de la herencia ideológica recibida de los arbitristas, siempre quedaron frustradas ante la prioridad absoluta que se daba a la política internacional de la Monarquía, consecuencia de la fuerza de la tradición imperial, desacierto disculpable si tenemos en cuenta la mentalidad del siglo XVII, pero definitivo a la hora de analizar las causas del declive del sistema español de la época.

La guerra terrestre se inició a finales de 1.621, cuando Spínola, que había regresado del Bajo Palatinado dejando allí a Gonzalo Fernández de Córdoba con un pequeño ejército de algo más de 4.000 soldados, decidió asediar Juliers, guarnecida por holandeses desde la crisis de 1.610, que cayó en enero del año siguiente. Pocos meses después tomó Steenbergen, y una vez cubiertos los flancos, pasó a sitiar Bergen-op-zoom. El fracaso en esta última operación, que desde el 18 de julio al 3 de octubre redujo a 9.000 hombres —por deserción y muerte— los 18.000 utilizados por Spínola, confirmó las teorías que se venían manejando en la corte madrileña de que el sistema tradicional de lucha contra las Provincias Unidas, basado en largos, costosos y deprimentes asedios de ciudades bien fortificadas y defendidas, únicamente podía proporcionar puntuales y pírricas victorias, ante las enormes pérdidas de dinero y hombres que traía consigo, y en ningún caso suponía una amenaza real a los intereses de los Países Bajos rebeldes. Tampoco podían esperarse marchas y contramarchas fulgurantes del ejército de Flandes, pues la multitud de canales existentes en la zona y la ruptura de las esclusas dificultaban sobremanera esa capacidad de maniobra militar. Había que cambiar la forma de guerrear si se querían obtener resultados positivos.

Como el pueblo neerlandés constituía una República de comerciantes que conseguía su fuerza del mar, era allí donde había que atacarles, ya que erosionando su fuente de prosperidad irremediablemente cederían a las presiones de España. Ya a finales del reinado de Felipe III se inició un programa de reconstrucción naval, posteriormente potenciado por Olivares, que hizo que en 1.621 la Monarquía poseyera escuadras en Gibraltar, Cádiz, Lisboa, Galicia, costa vasca y Flandes. Muy pronto se mostró su utilidad, cuando, en agosto de 1.621, don Fadrique de Toledo consiguió con 9 de sus barcos una victoria en el estrecho de Gibraltar contra una flota holandesa más numerosa. El papel de esta moderna y cada vez más poderosa fuerza naval iba a resultar fundamental en la nueva estrategia de combate a las Provincias Unidas adoptada por España: por un lado, tenía que proteger el tráfico marítimo español y portugués, y por otro, dañar e interrumpir el comercio holandés. Para esta última función se utilizaron especialmente las escuadras de Flandes y Gibraltar. La escuadra del Estrecho, que contaba en el verano de 1.622 con 18 buques, tenía como misión principal dificultar el transporte comercial entre el norte y el sur de Europa en su paso al Mediterráneo. Aunque no se logró obstruir esta provechosa ruta comercial, sí se provocó que el almirantazgo neerlandés hubiera de iniciar un sistema de convoyes fuertemente armados que eliminara las peligrosas amenazas del trayecto, con los gastos e incomodos que ello acarreaba. Bastantes más dificultades, pese al bloqueo con navíos de guerra a que fue sometida la costa flamenca desde un primer momento, ocasionó la escuadra de Flandes a las Provincias Unidas. Aunque en 1.622 todavía estaba poco desarrollada —únicamente contaba con cuatro barcos del rey—, logró capturar doce buques mercantes holandeses, que en su mayoría transportaban sal y vino desde Francia, y hundir algunos barcos arenqueros que actuaban en las pesquerías del mar del Norte, otra fuente importante de ingresos de la República que proporcionaba unos 600.000 ducados al año.

No obstante, la acción naval sólo podía formar parte de un plan más amplio para ser realmente eficaz. La idea clave del proyecto era la exclusión de los bienes y barcos neerlandeses de todo el mundo hispánico, con objeto de golpear duramente a todos los sectores de la economía de las Provincias Unidas. A comienzos de abril de 1.621, Felipe IV ordenó la inmediata salida de los barcos holandeses de sus dominios, decretando el embargo de los mismos y sus mercancías para el caso de que no abandonaran los puertos antes de fin de mes. Si bien un número considerable de los 800 barcos que venían comerciando con los territorios del rey de España quedaron sin posibilidad de uso en tal ruta, los holandeses consiguieron romper el embargo utilizando buques de bandera neutral para transportar los cargamentos a puertos españoles o descargando su mercancía en puertos de difícil control para la Corona, procedimiento más caro y arriesgado, pero todavía rentable. En todo caso, su apartamiento del comercio con los territorios de la Monarquía española, aunque atacaba directamente una de las líneas de flotación de la República, también resultaba perjudicial para los intereses propios, tanto para las ciudades portuarias como Sevilla, que en seguida se resentían de cualquier impedimento al libre tráfico comercial, como para el suministro de una serie de productos cuyo transporte estaba prácticamente monopolizado por los barcos de los Países Bajos septentrionales, siendo éste el caso del cobre o los pertrechos navales. Las autoridades, empero, estaban resueltas a estrangular el comercio holandés con España y poco a poco fueron perfeccionando el sistema de embargo. Se ideó la utilización de unos certificados, firmados por magistrados de los puertos de embarque, que garantizaran que los cargamentos no provenían de las Provincias Unidas ni eran propiedad de sus súbditos; de todas formas, si tras una inspección del buque neutral se determinaba su falsedad, se procedía inmediatamente a su incautación y a la imposición de multas al mercader intermediario. Se consideró oportuno, a su vez, proceder al embargo de aquellos barcos de propiedad neutral que hubiesen sido construidos en las Provincias Unidas tras la expiración de la tregua. En diciembre de 1.622 se creó la Junta de Comercio, siendo nombrado presidente el marqués de Montesclaros, para que se ocupara de optimizar las medidas económicas contra los holandeses y de resolver el problema de la entrada ilegal de sus productos. También por esas fechas se decidió crear un cuerpo especial encargado de la ejecución de los embargos, liberando de esa función a la administración local ordinaria, debido a lo cual se nombraron veedores de comercio en zonas tan vitales como Sevilla, Sanlúcar de Barrameda, Lisboa, Oporto, Bilbao, Canarias o Azores.

A nadie se le escapaba que todas estas medidas, tendentes a provocar un progresivo debilitamiento del poderío holandés a través de la revitalización de la fuerza naval española y la implantación de un embargo económico-comercial a gran escala, debían verse acompañadas por el fomento de la industria y el comercio propio que evitara la constante salida de la plata americana y la reducción de la riqueza nacional, mediante la constitución de erarios —que proporcionaran los medios—, la creación de compañías mercantiles y la imposición de un coto proteccionista a las importaciones de productos fabricados en el extranjero. De la habilidad con que se afrontara el desarrollo de estos planteamientos, dependía no sólo el resultado de la guerra en el norte de Europa, sino también el futuro de la propia Monarquía hispánica.

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