Mientras en España se impulsaban tales ambiciosos proyectos, en centroeuropa la situación que se respiraba tras la victoria de los Habsburgo austríacos sobre los rebeldes bohemios era tensa y desordenada. La zona media del Rin a su paso por el Bajo Palatinado estaba controlada por las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba —con la excepción de algún gran bastión como Frankenthal, Heidelberg o Mannheim—, y el Alto Palatinado había sido ocupado apenas sin resistencia por el ejército de Tilly en el verano de 1.621. Federico, sin embargo, no se resignaba a perder sus territorios. Evitando cualquier posible solución negociada —tan del gusto de Jacobo I de Inglaterra—, permitió que Mansfeld reclutara en Alsacia un nuevo ejército que se uniera a los supervivientes de la campaña bohemia, y en abril de 1.622 se puso al frente del mismo. Otros dos ejércitos, uno de ellos levantado por Jorge de Baden-Durlach y el otro al mando de Cristian de Brunswick, también estaban dispuestos a luchar por su causa contra las fuerzas católicas. El peligro para éstas provenía de la posibilidad de que los seguidores de Federico lograran actuar conjuntamente, mas la destreza de Tilly, auxiliado eficazmente por las tropas de Córdoba, evitó que aquéllos llegaran a unir sus fuerzas e hizo viable su derrota uno a uno: Baden fue vencido en Wimpfen, sobre el río Neckar, el 6 de mayo de 1.622, y Brunswick en Höchst, junto al Main, el 20 de junio, sufriendo en ambos casos un número considerable de bajas. Aunque los maltrechos supervivientes del ejército de Brunswick consiguieron reunirse con Mansfeld, para entonces las intenciones de éste habían cambiado, ya que no estaba dispuesto a arriesgar ahora sus hombres frente a un enemigo superior y victorioso. Tras retirarse a Alsacia y Lorena, indujo a Cristian a que le siguiese para ofrecer sus servicios a los holandeses en su lucha contra los españoles, siendo derrotados en Fleurus por Córdoba poco después cuando penetraban en los Países Bajos a través de Hainaut. Por su parte, Federico, contrariado por el fracaso de su nueva aventura militar, regresó a La Haya, enterándose allí del provecho sacado por Tilly de su posición ventajosa, a instancias de Maximiliano de Baviera, con la toma de Heidelberg y Mannheim a finales de 1.622, que prácticamente remataba la conquista del Palatinado.

Maximiliano —no lo olvidemos: jefe de la Liga Católica y responsable máximo de la actuación del ejército dirigido por Tilly— había cumplido con creces las promesas de apoyo hechas al emperador tres años antes, y ahora esperaba impacientemente su merecida recompensa. Tras sondear el ambiente, Fernando II creyó llegado el momento de pagar su deuda y para ello convocó una Dieta parcial en Ratisbona, compuesta casi exclusivamente de príncipes católicos, que el día 25 de febrero de 1.623 decidió otorgar el Alto Palatinado a Maximiliano, asignar la administración del Bajo Palatinado a españoles y bávaros y transferir la dignidad electoral de Federico al duque de Baviera de forma vitalicia (por lo que, de los siete electores imperiales, ahora cinco serían católicos). Estas decisiones promovidas por el emperador, fruto de las presiones y ambiciones de la dinastía Wittelsbach de Baviera, escandalizaron a la opinión pública internacional y provocaron una oleada de apoyo a Federico mayor del que nunca había tenido hasta entonces, convirtiéndose en uno de los elementos fundamentales que alentaron la continuación y extensión de la Guerra de los Treinta Años.

En Madrid se tenía claro que cualquier paso en falso podía convertir la guerra de Alemania en un conflicto europeo generalizado, y por eso habían sido partidarios en todo momento de obrar con cautela. Siguiendo esta premisa de la prudencia, habían optado por dar una salida negociada al contencioso de la Valtelina mediante el tratado de Madrid de 25 de abril de 1.621, en virtud del cual el valle se pondría nuevamente bajo el control de los Grisones. A pesar de que se convirtió en letra muerta, pues ni los cantones se avinieron a ratificarlo ni los habitantes católicos de la Valtelina estuvieron dispuestos a someterse de nuevo a sus antiguos señores protestantes, puso de manifiesto el interés conciliador que el gobierno español tenía en ese conflicto. Tal interés quedó ratificado un año más tarde, en mayo de 1.622, cuando se llegó a un nuevo acuerdo con los franceses en virtud del tratado de Aranjuez, que estableció que las fortalezas españolas del valle fueran ocupadas por fuerzas del Papa hasta que se llegara a un acuerdo definitivo. De igual modo, Baltasar de Zúñiga había creído conveniente llegar a una solución transaccional con Federico del Palatinado que incluyera la devolución de sus territorios hereditarios si se mostraba debidamente arrepentido y dispuesto a no causar más problemas dentro del Imperio. Aunque para España el Palatinado renano tenía un valor estratégico evidente, en tanto que su posesión facilitaba el traslado de tropas de Italia a los Países Bajos, la existencia de un corredor alternativo —a través de Alsacia y Lorena— daba un margen de maniobra diplomática, de tal forma que pudiera interesar reintegrar ese importante territorio si con ello se conseguía una situación más estable en centroeuropa y, sobre todo, la continuación de la amistad con Inglaterra, cuyo rey Jacobo I deseaba tal restitución posesoria para su yerno Federico. Precisamente una junta especial creada para analizar las posibles consecuencias del proyectado matrimonio entre la infanta María, hermana pequeña de Felipe IV, y Carlos, el príncipe de Gales, afirmaba en diciembre de 1.621 que la alianza hispano-inglesa traería importantes ventajas "por la necesidad que tiene esta corona del Rey de Inglaterra, con la cual se compondrá lo de Alemania, se pondrá freno a Holanda y franceses, se asegurará lo de Flandes y las Indias, y juntas sus fuerzas marítimas (de que abundan más que otro príncipe de Europa) con las nuestras se limpiarán los unos y los otros mares de corsarios". Pese a la exageración de sus conclusiones, a la Monarquía española le resultaba fundamental mantener una relación afectuosa con la Corona inglesa si se quería evitar tenerla como poderoso enemigo que pudiera apoyar a los príncipes protestantes alemanes contra el emperador o a los rebeldes holandeses contra España, cortando el corredor marítimo que unía la Península Ibérica y Flandes. Desde Madrid, en definitiva, se estaba trabajando con el objeto de conseguir un aislamiento diplomático de los, en ese momento, abiertos enemigos de los Habsburgo, y éste no se podría lograr si continuaban las tensiones en el seno del Imperio. De ahí la oposición de Zúñiga y sus colegas a que el emperador transfiriera unilateralmente la dignidad de elector de Federico al duque de Baviera. Sin embargo, Fernando II, haciendo caso omiso de la disconformidad de España, sucumbió a las presiones de Maximiliano, de manera que la sutil y templada actuación diplomática hispana vería sus objetivos distorsionados: ahora resultaba perfectamente natural que los príncipes protestantes alemanes se sintieran inquietos y amenazados, pues se había sentado un precedente muy peligroso que favorecía la extensión del poder imperial en Alemania y del catolicismo, lo que también era temido por las diferentes potencias europeas, que veían con espanto el auge que estaba adquiriendo la casa de Habsburgo en Europa.

A pesar de todo ello, las negociaciones de boda entre el Príncipe de Gales y la Infanta María continuaron. La idea de un tratado matrimonial anglo-español surgió en los últimos años del reinado de Felipe III, con objeto de refrendar las buenas relaciones que mantenían las dos monarquías desde que Jacobo I, tolerante y conciliador, había sido atraído al campo de los Habsburgo por el buen hacer del conde de Gondomar, embajador de España en Londres desde 1.613. A ambos Reinos les interesaba el mutuo acercamiento y cooperación: mientras España necesitaba la amistad inglesa para desarrollar su estrategia de aislamiento de las Provincias Unidas, para poder transportar soldados a Flandes atravesando sin peligros el canal de la Mancha o para obtener los barcos y pertrechos navales que cubrieran las necesidades de la armada, Inglaterra necesitaba a su vez la amistad española como única esperanza de restablecer en su dignidad electoral y en sus posesiones a Federico del Palatinado y como forma de obtener un atractivo mercado para la comunidad mercantil inglesa, que atravesaba un momento de recesión debido al empuje comercial holandés. Sin embargo, mientras los contactos tendentes a fijar los términos del acuerdo matrimonial avanzaban, en España se comenzaron a sentir escrúpulos ante la perspectiva de casar a una infanta con un hereje protestante. Se confiaba, en todo caso, en que el Papa no concediera la dispensa para el matrimonio, y así evitar los peligros de una ruptura frontal de las conversaciones. Además, aunque era grande el interés por mantener buenas relaciones con Inglaterra, en ningún caso estaba Olivares dispuesto a provocar la menor tensión con el nuevo elector Maximiliano de Baviera —pues temía que se echara en brazos de los franceses— o a realizar la más pequeña acción que debilitara mínimamente la causa imperial y católica en Alemania. El entendimiento hispano-británico era importante, pero aún lo era más no defraudar la confianza de los aliados naturales, sobre todo cuando la potencia inglesa tan pronto desalojaba la plaza fuerte de Frankenthal —guarnecida fundamentalmente por sus tropas— y la ponía bajo el control del ejército español, como ayudaba al Sha Abbas I de Persia a expulsar a los portugueses de Ormuz, realizando una política artificiosa y a veces desleal que España devolvía a la recíproca. Todo se complicó cuando, tras un largo viaje de incógnito, se presentaron en Madrid el Príncipe de Gales y el duque de Buckingham el día 17 de marzo de 1.623. ¿Cómo decir ahora no al matrimonio, después de la nada frecuente acción del heredero de la Corona inglesa que arriesgaba su vida en un peligroso viaje en busca de esposa, sin provocar un grave conflicto internacional? Además, impresionado por el gesto, el Papa decidió conceder y enviar la dispensa, que llegó a Madrid el día 4 de mayo, aunque incluía duras condiciones referentes a la no persecución penal de los católicos ingleses o unas garantías religiosas para la infanta, sus criados y posibles hijos. Todo el asunto se había enmarañado de tal forma que, cuando finalmente se rompieron las negociaciones sobre el casamiento del príncipe y la infanta, se produjo un rápido deterioro de las relaciones anglo-españolas que llevó, ante el furibundo sentimiento antiespañol de las islas, incrementado ahora por el convencimiento de la existencia de mala fe hispana en la ruptura, al inicio de una nueva guerra en el verano de 1.624.

Los nuevos problemas con Inglaterra dificultaron ciertamente la cuidadosa estrategia que España venía trazando desde hacía varios años en el mar del Norte. No obstante, como ya se había decidido no utilizar el ejército de Flandes para lanzar grandes ofensivas contra las Provincias Unidas sino únicamente para mantener posiciones, en diciembre de 1.623 se ordenó desde Madrid reducir en 50.000 ducados mensuales los gastos de ese ejército, dinero que se destinaría a incrementar el presupuesto de las fuerzas navales de los Países Bajos leales, que pasaría de 20.000 a 70.000 ducados mensuales. Resultaba evidente que España seguía apostando, y cada vez con más fuerza, por vencer a los holandeses en su propio terreno: el mar. Así, en 1.625 la escuadra de Flandes ya contaba con 12 barcos del rey y, lo que era más importante, las autoridades españolas habían concedido numerosas licencias de piratería —"patentes de corso"— que permitían la utilización de los puertos de la costa belga, principalmente el complejo Mardick-Dunquerque, a los corsarios que se dedicaran a abordar, secuestrar o hundir buques neerlandeses. El almirantazgo de la República intentó dar respuesta al problema insistiendo en el costoso sistema de convoyes bien armados que protegiera sus barcos y mercancías en las habituales rutas hacia el Báltico a través del estrecho del Sund, hacia Newcastle y Londres, hacia la costa oeste francesa o hacia el Mediterráneo, y mediante el reforzamiento del bloqueo con barcos de guerra holandeses —no menos de treinta— de las bases de la armada española en el mar del Norte (Gravelinas, Mardick, Dunquerque, Nieuwpoort, Ostende y Blankenberge). Pero fue en vano. El daño causado al comercio de las Provincias rebeldes por el creciente poder naval de España en el norte de Europa era manifiesto, no sólo por el significativo hecho de que entre 1.626 y 1.634 se capturaron o hundieron 1.835 buques enemigos (en su mayoría holandeses), perdiendo en contrapartida únicamente 15 barcos grandes y 115 corsarios, sino sobre todo porque se propició un importante aumento en los costes comerciales de la República que, sin duda, beneficiaba a sus rivales. También el hostigamiento sobre la flota pesquera, que se consideraba muy importante para la prosperidad de las Provincias Unidas, creció considerablemente.

La inmensidad del imperio español y las enormes distancias entre sus diferentes partes hacían ver a Olivares y sus colaboradores la necesidad de pugnar por el control del mar, como medio de comunicación fundamental que era de todas ellas. Al reforzamiento del poder naval en el mar del Norte había de acompañarse necesariamente una revitalización general de la armada al servicio del rey de España. Muy pronto se demostró que no se equivocaban, ya que, desde la fundación de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales en 1.621 —inspirada por Usselincx—, las Provincias Unidas venían trabajando en la idea de construir una gran flota, trasladarla a Sudamérica o el Caribe y apoderarse allí de un buen puerto, que sería utilizado como base desde la que se pudieran provocar levantamientos entre los nativos contra los colonos españoles, centro emisor de posibles operaciones de pillaje y factoría que extendiera aún más sus redes comerciales. Siguiendo este esquema, al mismo tiempo que una flota holandesa, formada por 11 barcos y 1.637 hombres bajo el mando del almirante Jacques l´Hermite, se presentó ante el puerto de la capital del Perú español, El Callao, el 8 de mayo de 1.624, otra, compuesta por 26 barcos y 3.300 hombres dirigidos por Jacob Willekens, se encontraba ante la capital del Brasil portugués, Bahía. La primera expedición estuvo a punto de capturar la remesa anual de plata proveniente de las minas de Potosí, mas solamente cinco días antes de su llegada había partido el convoy de embarcaciones que transportaba el tesoro hasta Panamá, salvándose por ello a pesar de las buenas informaciones acerca de los movimientos del puerto que habían transmitido agentes infiltrados en la comunidad de El Callao. Este fracaso inicial fue el sino del resto de la misión holandesa en la costa americana del Pacífico, pues si el ataque y bloqueo de El Callao pudo ser finalmente repelido, los intentos que hicieron sobre Pisco —puerto de embarque del mercurio de Huancavelica—, Guayaquil —principal astillero del virreinato— y Acapulco ¾ lugar donde pensaban interceptar el Galeón de Manila¾ corrieron la misma suerte. No ocurrió así, sin embargo, en la expedición enviada contra el puerto de Bahía, que logró sin grandes dificultades su objetivo de ocupación tras un breve bombardeo y la rápida huida de sus habitantes portugueses. La noticia de este último suceso llegó a Lisboa en julio, iniciándose poco después los preparativos para el equipamiento de una poderosa flota hispano-lusa, al mando de don Fadrique de Toledo, destinada a la inmediata recuperación de la importante ciudad brasileña.

El aumento de la fuerza naval resultaba imprescindible para poner trabas al poderío marítimo-comercial holandés, base de su resistencia. Pero los rebeldes no limitaban su comercio al ámbito marítimo, sino que utilizaban asimismo las vías fluviales que iban a dar al mar del Norte —Escalda, Mosa, Rin, Lippe, Ems, Weser y Elba— tanto para realizar algunas importaciones, en especial madera alemana o lino flamenco, como exportaciones de grandes cantidades de productos alimenticios o manufacturados. Ese tráfico producía importantes beneficios a los Países Bajos leales debido a que, al estar la mayoría de esos ríos dominados en algún punto por fortalezas españolas o aliadas, se recaudaba un canon por permitir su utilización. No obstante, si se pretendía mantener un bloqueo económico serio sobre las Provincias Unidas era necesario cortar sus rutas fluviales y las colaterales terrestres, de manera que el 28 de enero de 1.624, previa consulta a Bruselas, en donde la infanta Isabel se resistía a renunciar a los cuantiosos ingresos —algo más de 250.000 escudos en 1.623— procedentes de los derechos pagados por el uso de los ríos, Felipe IV ordenó su cierre y el de los canales contra los holandeses por un periodo de dos años, transcurrido el cual se analizaría el daño o provecho de la medida.

Para cerrar el cerco sobre la muy desarrollada economía holandesa y su extendida red comercial internacional, se creó el Almirantazgo de los Países Septentrionales por Real Cédula de 4 de octubre de 1.624. Su difícil misión consistió en estimular el comercio hispano-flamenco entre el norte y el sur de Europa, trabajando por sustituir progresivamente el existente dominio holandés del mismo mediante el ejercicio de funciones de compañía mercantil, e intentando frenar la persistente infiltración de productos provenientes de la República o sus súbditos mediante su actuación como un gran sistema aduanero. La Corona había recibido multitud de peticiones por parte del colectivo mercantil sevillano-flamenco instándola a adoptar las medidas necesarias para iniciar una guerra comercial que disputara el dominio del comercio norte-sur, debido a lo cual, cuando se decidió la creación del Almirantazgo, se pusieron en marcha todos los resortes que garantizaran su éxito. Se ideó un sistema de convoyes armados que tenía como objetivo crear una poderosa ruta comercial entre Sevilla o Sanlúcar y Dunquerque, mas resultó decepcionante como consecuencia de sus estrictos procedimientos, sus altos impuestos y primas de seguro y la poco tranquilizadora perspectiva de batallas navales frente a la costa flamenca contra la flota neerlandesa de bloqueo. Mucha mayor eficacia que en sus actividades propiamente mercantiles demostró en su función reguladora, pues pronto generó un importante cuerpo encargado de reglamentar y controlar el comercio entre España y el norte de Europa velando por evitar cualquier resquicio que desvirtuara el embargo comercial a las Provincias Unidas. Para ello, la Corona instaló un eficiente grupo de empleados en los diferentes puertos de la Península, con facultad para inspeccionar barcos y almacenes, reconocer certificados y confiscar bienes de contrabando. Además, en 1.625 se instauró una jurisdicción especial, cuya cabeza era el Tribunal Mayor del Almirantazgo, que habría de conocer de los casos comerciales referidos a las infracciones de los embargos. También por esas fechas se estableció un nuevo departamento del Almirantazgo en Saint Winoksbergen —cerca de Dunquerque— con el objeto de complementar al que tenía su sede en Sevilla. En definitiva, la instauración de todo este nuevo y complicado sistema pretendía organizar de forma sistemática los medios que España ponía en acción para enfrentarse a la potencia económica holandesa, en consonancia con el nuevo tipo de guerra comercial que se venía desarrollando desde la finalización de la Tregua de los Doce Años en 1.621.

Resulta extraño, por ello, comprobar cómo en agosto de 1.624 Spínola partió con un ejército de 18.000 hombres decidido a sitiar y tomar Breda. La vieja política de asedios estaba en ese momento totalmente desacreditada, en cuanto que siempre resultaba ruinosa para las arcas del rey además de diezmar fuertemente su ejército, y la estrategia global a seguir consistía en mantener las tropas a la defensiva y hacer la guerra tan estática como fuera posible para ahorrar dinero, al tiempo que se intensificaba la ofensiva marítima y económica. Entonces, ¿por qué iniciar esta operación? La respuesta parece encontrarse en que fue el propio Spínola, con consentimiento de la infanta Isabel, quien tomó la decisión de poner sitio a Breda, ante el estupor de sus propios oficiales y de los ministros de Felipe IV cuando recibieron la noticia en Madrid. Era por todos bien sabido que Spínola veía con escepticismo los proyectos de desarrollo del poderío naval español como forma de forzar a los neerlandeses a firmar un tratado de paz honroso para España, y más después de la reciente ruptura con Inglaterra. En todo caso, es muy posible que Spínola adoptara la decisión de tomar Breda por motivos particulares, como medio que le permitiera ganar fama y reputación universales, ya que esa ciudad fortificada que se suponía inexpugnable, situada en las puertas de la República holandesa al sur de los "grandes ríos", era sede de la casa del caudillo militar enemigo, Mauricio de Nassau. En las reuniones del Consejo de Estado celebradas en septiembre de 1.624 para debatir el asunto, hubo posiciones enfrentadas. No obstante, la rápida orden que se dio para que el ejército de Flandes recibiera todo el dinero que se le había consignado demuestra que Olivares y su rey estaban dispuestos a que el asedio iniciado fuera un triunfo incontestable de las armas españolas.

Olivares no tenía la menor duda de que la majestuosa y compleja estratégica internacional que estaba poniendo en práctica sólo podía llegar a tener éxito si contaba con la colaboración activa del emperador. Estaba convencido de que podía contar con su ayuda ahora que había una aparente calma en centroeuropa, sobre todo si se tenía en cuenta la considerable cooperación —económica y militar— prestada por España a sus familiares de Viena. Además, tras el fracaso de las negociaciones matrimoniales anglo-españolas, era de suponer que se iba a refrendar la unión dinástica mediante el casamiento del hijo de Fernando II y la infanta María. Precisamente, en noviembre de 1.624 llegó a Madrid el hermano de Fernando, el archiduque Carlos, con objeto, entre otras cosas, de tratar sobre la posible boda. Aunque Carlos murió en Madrid repentinamente a causa de unas fiebres, las conversaciones continuaron con uno de los nobles que le acompañaban, el conde de Schwarzenberg. Olivares aprovechó para explicarle sus proyectos de guerra comercial contra las Provincias Unidas y la reciente constitución del Almirantazgo, expresando su deseo de que el Imperio accediera a apoyarlos. Si España se bastaba para formar una armada que causara daños a las pesquerías del mar del Norte y dificultase el transporte marítimo mercantil holandés, también para bloquear gran parte de su comercio fluvial con los mercados centroeuropeos o para decretar la exclusión comercial de las Provincias rebeldes respecto a las posesiones del Rey Católico, en cambio necesitaba la ayuda del emperador para completar sin fisuras su proyectada estrategia. Concretamente, se pretendía que Fernando II buscara los medios que fueran pertinentes para controlar algún puerto de la zona de Frisia oriental —territorio imperial formalmente independiente, pero en realidad ocupado por los holandeses desde 1.623— con el objeto de convertirlo en centro de operaciones de una cadena de bases comerciales en el mar del Norte y el mar Báltico dominadas por los Habsburgo. El dominio de esos mares era la clave. Los propios neerlandeses reconocían que la base de su economía, pese a la espectacular extensión de sus redes internacionales, seguía siendo el intenso comercio entre el Báltico y la Europa occidental y meridional de productos tan fundamentales como la madera, cobre, alquitrán y cáñamo suecos o cereales polacos, sobre los que ostentaban un virtual monopolio, constituyendo por ello el "nervio vital" o "espina dorsal" del comercio de las Provincias Unidas. Esta era la razón por la que Olivares deseaba disponer, con ayuda de los Habsburgo austríacos, de ciertos puertos en los mares del norte desde los que desafiar el poderío holandés, mediante la creación de una red comercial que abarcara la ruta marítima que une el Báltico y la Península Ibérica —a la que se pretendía atraer a las ciudades de la Liga Hanseática y a los estados del Báltico, para lo cual se harían las maniobras diplomáticas oportunas— y también mediante su utilización como base de operaciones de los corsarios o de una nueva escuadra española que se encargaran de hostigar a los buques de las Provincias Unidas allí donde más daño se les hacía.

Aunque los espectaculares planes de Olivares causaron cierto escepticismo en la corte imperial, contaron finalmente con la aprobación de Fernando II. Sin embargo, no todos los príncipes católicos alemanes —en especial Maximiliano de Baviera, que esperaba para sí mismo un mayor protagonismo— veían con buenos ojos el excesivo influjo que Madrid tenía sobre la política del Imperio y sus constantes intentos de involucrarlo en los asuntos de los Países Bajos. Se debió precisamente a presiones de la Liga Católica, a su vez instada por el elector de Colonia (cuyo pequeño territorio estaba sufriendo económicamente el bloqueo fluvial a las Provincias Unidas trazado por España y se vería irremediablemente en la ruina de encontrarse envuelto en hostilidades con aquéllas), por lo que no se llevó a cabo la incursión de tropas imperiales en Frisia oriental.

Entretanto, temerosos de la poderosa situación en que se encontraban los Habsburgo en Europa y de los nuevos movimientos dirigidos desde España tendentes a consolidarla, Francia y la República de Holanda se destacaron en el intento diplomático de promover una coalición anti-Habsburgo. Los contactos se sucedieron. En Francia, La Vieuville comenzó a negociar en mayo de 1.624, tras la fracasada boda de la infanta María, el casamiento del príncipe de Gales con Enriqueta María (hermana de Luis XIII). Cuando en agosto cesó en su cargo, fue nombrado para llevar las riendas del gobierno el cardenal Richelieu, que había sido admitido en el Consejo Real a instancias de la reina madre, María de Médicis, el 29 de abril. Richelieu consiguió convencer al recientemente nombrado Papa Urbano VIII —que se destacaría por sus tendencias profrancesas— de que dispensara el matrimonio anglo-francés, por lo que en mayo de 1.625, poco después de su subida al trono, Carlos I se casaba con Enriqueta María. También mantuvo contactos con los holandeses, de forma que en junio de 1.624 se firmó el tratado de Compiègne en virtud del cual Francia se obligaba a enviar subsidios a las Provincias Unidas anualmente —alrededor de un millón de libras— si éstas se comprometían a continuar la guerra contra España al menos durante tres años. Respecto al asunto pendiente de la Valtelina, que en virtud del tratado de Aranjuez quedaba por el momento a cargo de tropas papales, Richelieu se decidió, en lo que fue su primer paso importante en materia de política internacional, a ejecutar el acuerdo establecido con Saboya y Venecia tendente a devolver el valle a los protestantes Grisones, de tal forma que en noviembre de 1.624 fuerzas combinadas francesas y suizas en número de 9.000, al mando del marqués de Coeuvres, se dirigieron a la zona, logrando expulsar a finales de año a las distintas guarniciones del Papa y únicamente resistiendo la fortaleza de Riva, donde el duque de Feria había instalado tropas españolas en respuesta a las tardías solicitudes de ayuda de Roma. En cuanto a las Provincias Unidas y los príncipes protestantes alemanes, redoblaron sus esfuerzos diplomáticos sobre las dos grandes potencias protestantes del Báltico, Dinamarca y Suecia, para que se decidiesen a intervenir en los asuntos de centroeuropa contra la peligrosa y expansiva facción católica dominada por los Habsburgo, dejándose ver también agentes franceses alentando dicha intromisión. A su vez, la República holandesa y Brandemburgo firmaban en octubre de 1.624 un pacto de alianza que completaba el control protestante sobre la zona de los mares del norte. En Inglaterra, por su parte, el duque de Buckingham llevaba a cabo la construcción de una gran flota con la intención probable de enviarla contra España para vengar la afrenta sufrida tras la ignominiosa ruptura de los compromisos de boda anglo-españoles, al tiempo que iniciaba conversaciones con los galos con el objeto de organizar una expedición conjunta, bajo el mando de Mansfeld, que reconquistara el Palatinado renano para el elector depuesto. Finalmente, el siempre entrometido Víctor Manuel de Saboya negociaba el casamiento de su hijo menor con una francesa, María de Borbón, matrimonio que se celebró en enero de 1.625, a la vez que comenzaba a reunir un ejército con la finalidad de atacar a la República de Génova, aliada de España, con la ayuda, como no, de Francia.

Resulta evidente que el año 1.624 vio desarrollarse una facción anti-Habsburgo, impulsada con nuevos ánimos desde París por el cardenal Richelieu, y otra pro-Habsburgo. No obstante, ninguna de las dos llegaron a la categoría de alianza, pues en la práctica cada Estado veía los planes de colaboración bajo el prisma de sus propios intereses. Así, Maximiliano de Baviera, que era partidario formalmente de la unidad católica, no estaba dispuesto a que España involucrara al Imperio en su guerra contra las Provincias Unidas; el emperador, por su parte, no deseaba consumir recursos en los Países Bajos cuando existía el peligro de una intervención danesa o sueca en Alemania; a su vez, España estaba demasiado comprometida en la guerra de Flandes como para verse envuelta seriamente en los conflictos que amenazaban al Imperio; la República holandesa, por otro lado, se hallaba concentrada en ese momento en organizar el socorro a la sitiada ciudad de Breda o en enviar los refuerzos que consolidaran su posición en Bahía, y siempre en su lucha contra España; incluso Francia no podía comprometerse en exceso con los Estados protestantes debido a la fuerza en el interior del partido dèvot, procatólico, y los tradicionales problemas dados por los levantiscos hugonotes.

Esta situación se mantuvo en 1.625. Tal año comenzó con buen pie para la Corona española, pues Francia se vio convulsionada por la actitud de su minoría hugonote al iniciarse en enero la revuelta de Soubise, producirse la reanudación de la insurrección de La Rochelle y unirse pronto a todo ello la rebelión del duque de Rohan, en el Languedoc. Los sublevados solicitaron la ayuda española, a través del embajador en París, Mirabel, y parece que, tras consultar una junta de teólogos, encargada de dictaminar sobre si tal actuación era legítima en conciencia, desde Madrid se les concedió alguna subvención. Estos hechos no impidieron, sin embargo, que Richelieu siguiera moviendo sus piezas en el norte de Italia. A principios de marzo, los ejércitos de Francia y Saboya, al mando de Lesdiguières y Carlos Manuel, iniciaron su marcha conjunta e invadieron la República de Génova, al tiempo que fuerzas navales francesas llevaban a cabo el bloqueo del vital puerto genovés, todo ello con objeto de cortar el corredor militar y de abastecimiento que unía España y el sur de Italia con Milán y las posesiones Habsburgo de la Europa central y septentrional. La llegada de estas noticias a la corte madrileña hizo estallar entre los miembros del Consejo de Estado una inusitada impaciencia por saldar las cuentas con Francia. Ya la actitud de Olivares en el arduo asunto de la Valtelina, que pretendía solucionar pacíficamente, planteándolo de modo astuto como una cuestión a resolver entre los galos y el Papado en un intento de enfrentarlos en un litigio beneficioso para España, había levantado un remolino de protestas entre aquellos que pugnaban por realizar una demostración de fuerza que frenara el renacido interés de Francia en los asuntos del norte de Italia. Su actual alianza con Saboya para atacar no sólo a un aliado de España, sino fundamentalmente la encrucijada de vitales caminos que unían las dispersas posesiones europeas del Rey Católico con las de los Habsburgo austríacos, resultaba en Madrid intolerable, de forma que personajes de la talla de Montesclaros, don Pedro de Toledo, Monterrey o Hinojosa abogaron por aprovechar el poderío militar español mediante la invasión de Francia desde diferentes puntos ¾ concretamente, Cataluña y los Países Bajos¾ , iniciando de esta forma una confrontación por la hegemonía de occidente que tarde o temprano había de llegar. Este estado de ánimo, empero, se suavizó cuando llegaron avisos informando que, a mediados de abril, aún resistía como último bastión la ciudad de Génova, y que unas semanas después comenzaron a llegar las fuerzas de auxilio españolas por tierra, desde Milán, bajo el mando del duque de Feria, y por mar, dirigidas por el marqués de Santa Cruz, consiguiendo expulsar al ejército invasor.

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